En "Las posesiones", la escritora construye un retrato social de una generación en transición a la adultez un año antes de la crisis de 2008.
En “Las posesiones” Llucia Ramis, escritora mallorquina instalada en Barcelona, construye un retrato social de una generación en transición a la adultez un año antes de la crisis de 2008, que le permite reflexionar sobre lo que sale a la luz cuando todo está punto de explotar, revisar el pasado con la experiencia de las pérdidas y ahondar sobre la memoria y la verdad.
Autora de novelas como “Cosas que pasan en Barcelona cuando tienes 30 años”, Ramis (1977) está de visita en la Argentina en el marco de la 45° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires con su última novela “Las posesiones” (Libros del Asteroide), que le valió en 2018 el premio de novela en catalán Llibres Anagrama.
La novela está escrita por una narradora que indaga en su propia historia familiar a partir de una noticia que relee ya distanciada de sus padres y viviendo en otro lugar: un empresario, que fue socio de su abuelo, se suicida luego de matar a esposa y a su hijo por un delito de corrupción.
“Quería escribir sobre los grandes tabúes de mi familia pero no encontraba la manera de atreverme: la corrupción del socio de mi abuelo y la enfermedad de mi padre. Encontré el silencio como hilo conductor: uno, el de la pequeña corrupción, es un silencio sistémico de España, y el otro es más íntimo. Ambos son una termita que está devorando los cimientos y de repente, en las crisis, estos monstruos que estaban por debajo, surgen y nos afectan”, dice a Télam Ramis.
– Este es un libro con referencias personales.
– Me basé en situaciones autobiográficas, pero la historia la he construido de manera no fiel a la realidad, que siempre es ficción porque somos voluntarios a la hora de recordar o contar: desde el momento en que la estamos elaborando y reconstruyendo aparece la literatura. Me he dado cuenta que siempre estoy hablando de la falta de confianza. Se suponía que los que nacimos con la transición íbamos a tener una vida apacible. Nuestros padres y abuelos habían conseguido colocar al mundo de manera cómoda para nosotros, pero cuando nos incorporamos al trabajo, a los 30 años, todo eso se va a la mierda. Y desde entonces hemos vivido en una inestabilidad perpetua.
– La narradora va perdiendo cosas, se convierte en adulta porque el lugar al que tiene para volver no se parece nada al de la infancia ¿Cuál es el mayor trauma de su generación?
– La lucha de nuestros abuelos, que estuvieron en la Guerra Civil y la posguerra, y la de nuestros padres, que estaban creando un mundo mejor a partir de la democracia, son luchas claras. En cambio, la nuestra es simplemente conservar lo que consiguieron, y no hemos sabido hacerlo, estamos más pendientes de los privilegios individuales que de los derechos y libertades colectivos. Los valores sociales no existen, nuestra generación no sacrifica. La gran pérdida es darte cuenta que lo que se ha conseguido no es para siempre.
– Aquí hay un padre con una enfermedad que lo aleja de la realidad y está tratando de salvar a su fantasma, sostiene su hija. ¿Al escribir esta novela, la narradora también se salva de los fantasmas?
– Los fantasmas también se heredan y al final es muy difícil desvincularse de la culpa. Se nos enseña a ganar pero no a perder y somos tanto lo que hemos perdido como lo que hemos ganado: los amores que no funcionaron, las decisiones que no tomamos, las opciones que dejamos. Todo eso nos construye, más aún que lo que hemos acabado haciendo. Eso forma una ausencia que te acompaña toda la vida y que no solo es la tuya, sino también la de los padres y, si no lo tratas bien, acaba de generar el monstruo que te puede hacer daño. Pero con los años ese monstruo se ha convertido en fantasma y los fantasmas dan miedo, están ahí, pero a diferencia de los monstruos no pueden lastimarte.
– El lugar de la voz, el decir, que te escuchen, está muy presente. ¿Cómo lo relaciona con su trabajo como periodista?
– Siempre me ha sorprendido que al momento de la jubilación los que han tenido una voz destacada ya no. Eso lo relaciono con la crisis del periodismo: nosotros teníamos un poder de influencia que ya no existe y cuando tienes ese poder crees que tienes razón, te refuerzas en esa idea y de pronto te das cuenta que no tienes razón, que hay otras voces con su derecho a la verdad. La segunda década del siglo XXI marca un antes y un después, ya no existe la realidad pura: ahora siempre se se va mezclar con la ficción o con la confusión entre lo que es opinión e información.
– En la novela hay una mirada crítica del periodismo, ¿cuál es la suya?
– Cada vez más pesimista. El problema del periodismo es en lo que lo estamos convirtiendo. Todos somos responsables, desde el empresario que quiere competir con los demás ganando en audiencia como si fuera una empresa de cualquier otra cosa. Los editores cómplices que no se dan cuenta que tendrían que mirar más a sus trabajadores y no tanto a cumplir las expectativas empresariales. Los redactores que hemos aceptado una precarización de nuestra profesión. Hasta el consumidor que tiene la idea final de que el periodismo no tiene ningún sentido.